lunes, 28 de junio de 2010

UN INSTANTE. UNA NOTA. TINTA

Le pregunté tantas cosas en tan poco tiempo que con trabajo recuerdo el tono de su voz. ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? Influencias. Comentarios. Pasatiempos. Ex mujeres. Mujeres actualmente. ¿Bebe? ¿Qué bebe? ¿Fuma? No, no lo diré a nadie. ¿Para un pianista como usted de qué se trata la vida? Todo tropezó ahí. Número dos. De nunca ser el número dos. No me importa ser el número tres, o el diez. Me vale madre. La vida me vale madre siempre y cuando no sea el dos. En la escuela soportaba un 10 o un 8, nunca un nueve. Nunca. Nueve quería decir haberlo hecho todo bien pero por algún error, el resultado no fue el máximo al que se podía aspirar: fracaso. Un fracaso. Punto.
            Primero pregunté. Estaba tan nerviosa. Preguntaba. Me ofreció una copa de vino. Acepté, era justo lo que necesitaba. Eran tantas cosas en tan poco tiempo que me volvía loca. No podía parar de pensar, de intimidarme ante su autoridad de artista, ante la fuerza de sus dedos y la capacidad de éstos para hacer belleza. ¡Qué locura! Necesitaba otra copa de vino. Esperé a que me la ofreciera, no tardó mucho. La segunda botella, se la pedí yo. No recuerdo si hablaba mucho o no, yo dejé de anotar y me perdí en su voz, en lo que me decía. De pronto se levantaba, y en medio de nuestra conversación me ponía ejemplos con las manos en el teclado, haciéndolo sonar, rápidamente, fácilmente. Diciendo algo. Lo decía mejor que cuando hablaba. El hombre hablaba mejor con la música. Le dio por jugar a Duke Ellington con el piano, mientras me contaba una anécdota. Recordaba el sonido de aquél bar musicalizando su anécdota con sus propias manos. Sentimental Mood, me dijo que se llamaba. No tenía ninguna relación con aquello que yo necesitaba entregar al periódico. Yo escribía el reportaje de un pianista que pasaba de casualidad por mi ciudad, pero no soy reportera. Simplemente me gusta la música, así que decidí ir. Trabajo. Hablé a casa, avisé a mi esposo que llegaría un poco más tarde, no le importó gran cosa. Siempre he sido una mujer bien portada, o al menos lo que la sociedad entiende por bien portada. El vino. Sí, era el vino. O no sé. Era yo y su música. Éramos ambos. Era él. Sus malditos dedos dando indicaciones a las notas para crear poesía.
            Le conté que era escritora. Me dijo que lo sabía. Que notaba en mi forma de tomar nota y de abandonar una entrevista que no era una periodista, que mi compromiso estaba con la víscera, nada más. Que las letras las sentía desde las entrañas. ¿Cómo podía saber algo así? Yo era la que preguntaba. Lo negué. Negué cualquier cosa que comprometiera a mi piel. Negué cualquier cosa que pudiera hacerme vulnerable. Me explicó de nuevo aquella canción de Duke Ellington. Me explicó poco a poco el porqué de la sensualidad en la música. Paró de repente, sin previo aviso, tomó un cuaderno con pentagramas, un lápiz: los dejó en la mesa de noche entre la segunda y casi vacía botella de vino y mi copa. Me preguntó si me gustaba Chopin. Le respondí que por supuesto. Algún soneto tocó mágicamente en el piano y me solté escribiendo. Perdí el control, la cabeza. Dibujaba junto a las letras. Una hoja, otra, otra. Nos perdimos juntos. En el arte. En la noche. En el vino. Nos perdimos. Fuimos piel, letras, música, tinta de arte, sudor mezclado con tinta, lenguas furiosas, ardientes cuerpos. Gritos, no gemidos, gritos. Sólo gritos. Saliva por toda la cara, por mis piernas, por el último refugio de la luz. Hicimos el amor, o eso creí, el sexo fue entre fantasmas, flotando, volando. Reuniendo la pasión y los instintos. Fuimos ángeles, humanos, animales. Locos, pero locos de verdad. Confiábamos. Luchábamos. Vivíamos, bebíamos. Todo aquello que nunca quise hacer lo hice. Él lo hizo. Mi amante. La poesía. Mía. Me mojaba escribiendo recargada en su espalda. Lo besaba, lo lastimaba. Me comía su sudor, sentía su semen dentro de mí. Su lengua besándome. Fluidos. Paz. Frenesí.
No llegué a dormir a casa. Ni aquella noche ni la siguiente. Él se fue de mi ciudad luego de dar un solo concierto al que lo acompañé. Me pidió que fuera con él. Estaba perdida. Dije que no.
            Regresé a casa. Busqué un momento en que no estuviera mi esposo. Tenía tanto que decirle. Tantas disculpas que pedirle. Tenía que repetirle tantas veces que lo amaba. Que había traído luz a mi vida. Tantas cosas. Pero no se las dije. Me fui. Nunca un número dos.
            Nunca más se las diría. Tomé una pequeña maleta y me lancé a París. El arte había dejado fuera al amor para siempre de mi vida. Era yo. Mi mundo, contra el mundo, mi único amante de verdad. Único. Sin dos.

1 comentario:

  1. Me da mucho gusto leer tu blog de nuevo...y mas cuando escribes relatos, y este en especial...me gustó mucho la forma en como lo escribiste, mi mente dibujo tu relato, es agradable en plena tarde leerte. Saludos.

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Un observador del mundo actual. Leo. Luego escribo. A veces me cuesta trabajo comprender que existo. Pero me gusta observar el mundo actual y plasmarlo en letras. No hay mucho más.

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